lunes, 14 de enero de 2013

Malaquías - Las últimas palabras de la profecía del Antiguo Testamento


LAS ÚLTIMAS PALABRAS DE LA PROFECÍA DEL ANTIGUO TESTAMENTO

- El libro de Malaquías 
- El intervalo entre Malaquías y Juan el Bautista 

Este capitulo forma parte del libro La Parusía de James Stuart Russell
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EL LIBRO DE MALAQUÍAS

El canon de las Escrituras del Antiguo Testamento se cierra de manera muy diferente de lo que podría esperarse después del espléndido futuro revelado a la nación del pacto en las visiones de Isaías. Ninguno de los profetas es portador de una carga más pesada que el último del A.T. Malaquías es el profeta de la destrucción. Parecía que la nación, por medio de su incorregible obstinación y desobediencia, había renunciado al favor divino y demostrado ser, no sólo indigna, sino incapaz, de las glorias prometidas. La partida del espíritu profético estaba llena de malos presagios, y parecía indicar que el Señor estaba a punto de abandonar el país. En consecuencia, la luz de la profecía del Antiguo Testamento se apaga en medio de nubes y densa oscuridad. El libro de Malaquías es una larga y terrible acusación contra la nación. El Señor mismo es el acusador, y con la evidencia más clara, sustenta cada uno de los cargos contra el pueblo culpable. La larga acusación incluye sacrilegio, hipocresía, desprecio contra Dios, infidelidad conyugal, perjurio, apostasía, blasfemia; mientras, por otro lado, el pueblo tiene el descaro de repudiar la acusación, y declararse 'no culpable' de cada uno de los cargos. El pueblo parece haber alcanzado esa etapa de insensibilidad moral en que los hombres llaman a lo malo bueno, y a lo bueno malo, y están madurando rápidamente para ser juzgados. 

Como resultado, el juicio venidero es 'la carga de la palabra del Señor a Israel por medio de Malaquías'.

Cap. 3:5.- "Y vendré a vosotros para juicio; y seré pronto testigo contra los hechiceros y adúlteros, contra los que juran mentira, y los que defraudan en su salario al jornalero, a la viuda y al huérfano, y a los que hacen injusticia al extranjero, no teniendo temor de mí, dice Jehová de los ejércitos".

Cap. 4:1.- "Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama".

Que esta no es una amenaza vaga y sin significado es evidente a juzgar por los términos claros y definidos con que es anunciada. Todo apunta a una inminente crisis en la historia de la nación, cuando Dios administre juicio sobre su pueblo rebelde. "Viene el día ardiente como un horno", "el día grande y terrible de Jehová". Que este "día" se refiere a cierto período y a un suceso específico no admite duda. Ya había sido predicho, y precisamente con las mismas palabras, por el profeta Joel (2:31): "El día grande y espantoso de Jehová". Y encontraremos una clara referencia a él en el discurso del apóstol Pedro el día de Pentecostés (Hechos 2:20). Pero el período queda definido más precisamente por la notable declaración de Malaquías en 4:5: "He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible". La declaración explícita de nuestro Señor de que el Elías predicho no es otro que su precursor, Juan el Bautista (Mt. 11:14), nos permite establecer el momento y el suceso a los que se hace referencia como "el día de Jehová, grande y terrible"

El suceso no debe ser buscado a gran distancia del período de Juan el Bautista. Es decir, la alusión al juicio de la nación judía, cuando su ciudad y su templo fueron destruidos, y la estructura entera del estado mosaico fue disuelta.

Merece notarse que tanto Isaías como Malaquías predicen la aparición de Juan el Bautista como el precursor de nuestro Señor, pero en términos muy diferentes:

  • Isaías le representa como el heraldo del Salvador venidero: "Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios". (Is. 40:3). 
  • Malaquías representa a Juan como el precursor del Juez venidero: "He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos". (Mal. 3:1).

Que esta es una venida de juicio se pone de manifiesto por las palabras que siguen inmediatamente después, y que describen la alarma y la consternación causadas por su aparición: "¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿o quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?" (Mal. 3:2).

No puede decirse que este lenguaje es apropiado para la primera venida de Cristo; pero es altamente apropiado para su segunda venida. Hay una clara alusión a este pasaje en Ap. 6:17, donde "los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes," etc., son representados como ocultándose "del rostro de aquél que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero, diciendo: El gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?" Nada puede estar más claro que "el día de su venida" en Mal. 3:2 es el mismo que "el día de Jehová, grande y terrible" de 4:5, y que ambos responden al "gran día de su ira" en Ap. 6:17. Por lo tanto, concluimos que el profeta Malaquías habla, no del primer advenimiento de nuestro Señor, sino del segundo.

Esto queda probado además por el hecho significativo de que, en 3:1, el Señor es representado como viniendo "súbitamente a su templo". Entender esto como que se refiere a la presentación del Salvador niño en el templo por sus padres, a los suyos en los atrios del templo, o a los suyos de entre los compradores y vendedores del sagrado edificio es ciertamente una explicación de lo más inadecuada. Ésas no son ocasiones de terror y consternación, como está implícito en el segundo versículo: "¿Quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?" Sin embargo, la expresión sugiere vívidamente la visitación final y judicial sobre la casa de su Padre, cuando habría de quedar "desierta", según su predicción. El templo era el centro de la vida de la nación, el símbolo visible del pacto entre Dios y su pueblo; era el lugar en que "el juicio debía comenzar", y que habría de ser alcanzado por "destrucción repentina". Entonces, tomando en cuenta todos estos detalles, la "súbita venida del Señor a su templo", la consternación que acompaña "el día de su venida", su venida como "fuego purificador", su venida "para juicio", "viene el día ardiente como un horno", "todos los que hacen maldad serán estopa", "no les dejará ni raíz ni rama", y la aparición de Juan el Bautista, el segundo Elías, antes de la llegada del "día grande y terrible de Jehová", es imposible resistirse a la conclusión de que aquí el profeta predice la gran catástrofe nacional en la cual el templo, la ciudad, y la nación perecieron juntas; y que esto es designado como "el día de su venida".

Sin embargo, aunque parezca extraño, el hecho indudable es que Malaquías no alude a la primera venida de nuestro Señor. Esto lo reconoce claramente Hengstenberg, que observa: 

"Malaquías omite del todo la primera venida de Cristo en humillación, y deja completamente en blanco el intervalo entre su precursor y el juicio de Jerusalén".(1) 

Esto debe explicarse por el hecho de que el principal objeto de la profecía es predecir la destrucción nacional y no la liberación nacional.

Al mismo tiempo, mientras el juicio y la ira son los elementos predominantes de la profecía, los rasgos de un carácter diferente  no están completamente ausentes. El día de la ira es también un día de redención. Hay un remanente fiel, aun en la nación apóstata: hay oro y plata que deben ser refinados y joyas que deben ser reunidas, así como escoria que debe ser rechazada y rastrojo que debe ser quemado. Hay hijos a quienes perdonar la vida, así como enemigos que ser destruidos; y el día que trajo consternación y oscuridad para los impíos, verá "el Sol de justicia nacer trayendo salvación en sus alas" para los fieles. Hasta Malaquías sugiere que la puerta de la misericordia todavía no está cerrada. Si la nación regresa a Dios, Él regresará a ellos. Si quieren restituir lo que sacrílegamente han retenido del servicio del templo, Él los compensará con bendiciones mayores de las que ellos podrían recibir. Todavía pueden ser una "tierra deliciosa", la envidia de todas las naciones. En la hora undécima, si la misión del segundo Elías tiene éxito en ganar los corazones del pueblo, la catástrofe inminente puede ser alejada, después de todo (3:3, 16-18; 4:2, 3, 5).

Sin embargo, existe la conclusión inevitable de que las amonestaciones y las amenazas no servirán de nada. Las últimas palabras suenan como el tañido de campanas anunciando destrucción. (Mal. 4:6): "No sea que yo venga y hiera la tierra con maldición".

El pleno significado de esta ominosa declaración no es evidente en seguida. Para la mente hebrea, esta declaración indicaba la más terrible suerte que podría sobrevenirle a una ciudad o a un pueblo. La 'maldición' era el anatema, o cherem, que denotaba que la persona o cosa sobre la que recaía la maldición era entregada a una completa destrucción. Tenemos un ejemplo del cherem, o ban, en la maldición pronunciada sobre Jericó (Josué 6:17; y una declaración más detallada de la ruina que ello significaba, en el libro de Deuteronomio (13:12-18). La ciudad habría de ser herida a filo de espada, toda cosa viviente en ella debía ser ejecutada, el botín no debía ser tocado, todo era maldito e inmundo, la ciudad debía ser consumida por el fuego, y el lugar entregado a desolación perpetua. Hengstenberg observa: 

"Todas las cosas imaginables están incluidas en esta sola palabra";(2) y cita el comentario de Vitringa sobre este pasaje: "No cabe duda de que Dios quería decir que entregaría a una segura destrucción tanto a los obstinados transgresores de la ley como a su ciudad, y que debían sufrir el extremo castigo de su justicia, como dirigentes consagrados a Dios, sin ninguna esperanza de obtener favor o perdón".

Tal es la terrible maldición que dejó suspendida sobre la tierra de Israel el espíritu profético en el momento de partir y guardar un silencio que duraría siglos. Es importante observar que todo esto hace referencia clara y específica a la tierra de Israel. El mensaje del profeta es a Israel; los pecados que son reprobados son los de Israel; la venida del Señor es a su templo en Israel; la tierra amenazada con maldición es la tierra de Israel.(3) Todo esto apunta manifiestamente a una específica catástrofe local y nacional, de la cual la tierra de Israel habría de ser el escenario, y sus culpables habitantes las víctimas. La historia registra el cumplimiento de la profecía, en exacta correspondencia con el tiempo, el lugar, y las circunstancias, en la ruina que devastó a la nación judía durante el período de la destrucción de Jerusalén.

EL INTERVALO ENTRE MALAQUÍAS Y JUAN EL BAUTISTA

Los cuatro siglos que transcurren entre la conclusión del Antiguo Testamento y el principio del Nuevo están en blanco en la historia de las Escrituras. Sin embargo, sabemos, por los libros de los Macabeos y los escritos de Josefo, que fue un período agitado en los anales judíos. Judea fue, por turnos, vasalla de las grandes monarquías que la circundaban - Persia, Grecia, Egipto, Siria, y Roma - con un intervalo de independencia bajo los príncipes macabeos. Pero, aunque durante este período la nación pasó por grandes sufrimientos, y produjo algunos ilustres ejemplos de patriotismo y de piedad, en vano buscamos algún oráculo divino, o algún mensajero inspirado, que declarase la palabra de Dios. Israel podía decir en verdad: "No vemos ya nuestras señales; no hay más profeta, ni entre nosotros hay quien sepa hasta cuándo". (Sal. 74:9). Y sin embargo, esos cuatro siglos no dejaron de ejercer una poderosa influencia en el carácter de la nación. Durante este período, se establecieron sinagogas por todo el territorio, y el conocimiento de las Escrituras se extendió ampliamente. Surgieron las grandes escuelas religiosas de los fariseos y de los saduceos, cuyos dos grupos profesaban ser expositores y defensores de la ley de Moisés. En gran número, los judíos se asentaron en las grandes ciudades de Egipto, Asia Menor, Grecia, e Italia, llevando consigo y a todas partes el culto de la sinagoga y la Septuaginta, la traducción griega del Antiguo Testamento. Sobre todo, la nación acariciaba en lo más recóndito de su corazón la esperanza de un libertador venidero, un heredero de la casa real de David, que debía ser el rey teocrático, el liberador de Israel de la dominación gentil, cuyo reino fuera tan feliz y glorioso que mereciera llamarse "el reino de los cielos". Pero, en su mayor parte, el concepto popular del rey venidero era terrenal y carnal. En cuatrocientos años, no había habido ningún mejoramiento en la condición moral del pueblo y, entre el formalismo de los fariseos y el escepticismo de los saduceos, la verdadera religión se había hundido hasta llegar a su punto más bajo. Sin embargo, todavía había un fiel remanente que tenía conceptos más verdaderos del reino de los cielos, y "que esperaba la redención en Israel". Al acercarse el tiempo, hubo indicios del regreso del espíritu profético, y presagios de que el prometido liberador estaba cerca. A Simeón se le aseguró que, antes de morir, vería al "ungido de Jehová"; parece que una indicación parecida se le había hecho a la anciana profetisa Ana. Es razonable suponer que tales revelaciones deben haber despertado gran expectación en los corazones de muchos, y les prepararon para el pregón que poco después se oyó en el desierto de Judea: "Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado". Nuevamente se había levantado profeta en Israel, y "el Señor había visitado a su pueblo".
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Notas:
1. Véase, de Hengstenberg, Nature of Prophecy. Christology. Vol. 4, p. 8.

2. Hengstenberg, Christology, vol. 4, p. 227.


3. El significado de este pasaje (Mal. 4:6) está oscurecido por la desafortunada traducción de earth en lugar de land. La expresión hebrea ch, a, como el griego gh/, se emplea con mucha frecuencia en sentido restringido. La alusión en el texto es claramente a la tierra de Israel. Véase Hengstenberg, Christology, vol. 4. p. 224.


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